viernes, 4 de noviembre de 2016

Café con leche y sobremesa

Creo que he vuelto a casa. Me acoge la ligera polución de la calle en la que, evidentemente, hay más ruido. La gente se atropella para robar la palabra. Almudenita echa a correr por la acera en que camino y la madre grita de extremo a extremo que la coja de la mano mientras mi tímpano a un lado sucumbe al alarido. Sobre la vía, un auto cuyo conductor pliega el ceño pita fuerte una sola vez y el taxi, desesperado, acelera al fin. Un rumano lo aborda en el semáforo en rojo para limpiar el parabrisas y aquel insiste que no lo haga. Ha ganado el conductor pero el otro amenaza con un próximo reencuentro en la misma rotonda. Un indescriptible olor a chocolate y porras pone a trabajar, sin permiso previo, a mis papilas gustativas. Busco de dónde procede y la Taberna de Juan me dice “ven a por ellos” mientras escudriño en mi monedero para rendirme al vago placer de aquel combo hipercalórico. Un televisor viejo transmite el partido del Atlético contra el Sevilla y el camarero balbucea al dejar el menú sobre mi mesa sin perder de vista el balompié. Quiero que me tome la orden pero sus ojos azul mediterráneo atienden el partido por arriba de las gafas y su acento andaluz retumba entre muros con olor a antaño: “pero hombre, fíjate, que para eso ganas tanta pasta … ” mientras rememora a la madre que ha parido al jugador. Yo quiero alegrarle con mi pregunta de siempre y me entero que el buen hombre tiene 32 años sirviendo en el mismo sitio, pero todo concluye en el punto inicial: Gameiro ha arruinado el partido.

La vida cotidiana aquí tiene matices variados. Es una paleta de vivos colores que no cesa de brillar ni desmerece o se deslava porque el sol se haya retirado. Me gusta, me atrae, me envuelve. 

Fui a cortarme el pelo y elegí, al azar, la peluquería (que no la estética, como se suele aludir, con afán de élite, a la sede de nuestro nuevo look). Un hombre calvo ha entrado y hace aspavientos que causan gracia. Saluda a todas de beso - hasta a mí - y se sienta a que le arreglen algo. La peluquera bloquea mi vista hacia él, pero este enseguida exclama “no me cortes la ceja, mujer… ” y ella responde  “que sí, que pareces Gárgamel, que te la corto; quita la mano, que esa no te la cobramos, ¡venga!”  Yo quiero reír, pero lo disimulo.  

En los barrios en los que la gente habita - supongo que salvo contadas excepciones- los sitios son concurridos, no por su glamour o renombre, no por sus estrellas Michelin o su aparición en la última revista de Travel and Leisure, sino, puramente, por la familiaridad, por la tradición, y por el sentido de pertenencia heredado. Sí, ese que todos - unos más que otros - necesitamos. Eso es. Yo me siento en casa ya: esta cuyos pisos crujen, cuyos vecinos saludan o, simplemente, refunfuñan y se quejan por el ascensor sin limpiar, esta que se compone del parque de la esquina y de Hernán, el portero, y del letrero pegado en los árboles cercanos que anuncia que Mago, un pequeño loro de vivos colores, se ha perdido y le echan de menos.  Mi casa es todo eso: la charcutería cercana, la ropa tendida en algún balcón vecino, el perro que ladra sin que alguien denuncie por ello, el puesto de lotería que atiende el mismo gallego desde hace más de 25 años y la tienda del chino de la esquina que parece tenerlo todo y más.  Me siento, indescriptiblemente, envuelta por el humo del cigarro que cinco señoras septuagenarias emanan mientras paladean su café ataviadas de forma elegante, venerando la ocasión, en conclusión al menú de 11 euros que cada semana disfrutan entre amigas. Me abrigan los efusivos achuchones que el abuelo propina al nieto mientras le deja en el cole y el par de besos bien plantados que mis tíos me dan cuando les veo para comer uno que otro finde. Me embeleso con la charla del señor de 92 primaveras, cuya corbata y perfume distraen, gratamente, mi atención. Él pasea a su perro Chuche y me cuenta cómo era el barrio - el mismo por el que ambos caminamos - cuando pequeño. Me deja entrevistarlo un poco más y ahora viene la parte de sus 56 años de casado. Fascinante. 

No paro de suspirar. Parezco una nueva novia que no encuentra defecto en su amado. La ciudad me ha secuestrado el alma: la pastelería de 1894, la tienda de banderas y escudos que sobrevive a los años, las mujeres que del brazo se acompañan al mercado, el café con leche, el relojero del centro, las aceitunas acompañantes de la caña fría y el mensaje de los padres del colegio de mi hijo para vernos a cenar. 

Mi hogar son mis nuevos amigos, los que ya se declaran así y los que aún no saben que lo son pero de quienes he quedado prendada por sus ademanes al hablar, por su pasión futbolera, por su mal inglés, por su hábito de sobremesa, por su devoción al convite sin prisa, sin extrema planeación, por su respeto al descanso y la recreación y por su percepción del tiempo, que aquí no se mide en dinero sino en amigos, en familia y en  compartir y departir. 

Gracias Madrid, por recibirme así; porque no me desconoces, me acoges. Porque te da igual si soy mexicana o húngara. No eres deferente pero tampoco indiferente conmigo. Soy una más de tus ciudadanos. México es mi eterno hogar, sin duda, en él nací y lo amo, pero asaz espacio tengo en el corazón para ti.

Sé que tendremos nuestros sinsabores tú y yo, pero ¿ qué hogar se ha librado de goteras alguna vez ? .

Me reporto de nuevo en casa … vaya placer.

Abrazos a todos.

Mone

viernes, 29 de julio de 2016

La Costeña: mi opinión.

A mi edad sigue siendo un enigma el extraño comportamiento de mi especie. Ese raro placer que muchos encuentran en la práctica del escarnio. En días pasados recibí más de siete mensajes distintos de personas allegadas (algunas de ellas, por cierto, muy queridas) preguntando con curiosidad (en varios casos tal vez justificada) o simplemente “compartiendo” conmigo una nota del todo insulsa, absurda, barata, roba-tiempo y mata-neuronas en relación a La Costeña. Se trata de un material que ni siquiera he visto o leído de no ser por su encabezado y que, penosamente, se convierte en noticia a difundir para los pobres de mente, los hambrientos de carroña y los indigentes espirituales que no se conectan con la grandeza que a toda hora ocurre. Supuestas noticias (sigo sin entender qué informan) que no solamente no agregan valor, sino que además merman la capacidad de discernimiento y conexión con lo extraordinario de la vida.
Como varios saben, una de las etapas laborales más felices, provechosas y de crecimiento personal y profesional en mi vida la experimenté trabajando, precisamente, en La Costeña:  una increíble empresa, sólida, vanguardista, ética, profesional y fuera de serie que, con todo el orgullo que cabe en mi corazón, me honra decir “es 100% mexicana”. 

Casi cinco años de indescriptibles vivencias en ese emporio de conservas y otros alimentos me dieron la plataforma para formarme, para complementar mucho de lo que hoy soy y para atestiguar que en México sí hay empresarios que cohabitan con el primer mundo, con la más alta calidad y que brindan a sus consumidores lo que estos merecen. Sí, probablemente parece un anuncio lo que hoy escribo y espero entonces que así sea, pues tras once años de haber cambiado de rumbo y dejado atrás tan gratificante experiencia, sigo con el alma tatuada de ella, no solo por lo que me dio, sino por lo que hace con millares de familias que hoy comen, viven y se abrigan de su ser y cientos de miles de personas que se benefician, directa o indirectamente, de su sola existencia, que por cierto está cerca de cumplir un siglo. 






Si alguien regala (aniquila) parte de su tiempo a esas notas absurdas, mensajes hechos por barbarie, por lo más bajo de una sociedad, aquella a la que le duele el bien del otro, entonces exhorto a que parte de ese tiempo también sea utilizado, por ejemplo, en saber a cuántos países exporta La Costeña, qué empresas ha adquirido alrededor del mundo, qué tecnología de punta utiliza y qué estándares de calidad (inimaginables) maneja. Así, entonces, con cultura, sabremos no dar cabida a estos contenidos ordinarios, masivos y de pacotilla, que con muy poco logran la atención de los ciegos de conciencia, de los que digieren lo primero que aparece en su plato sin meterse a la cocina, sin sed de ser, mínimamente, mejores que ayer. 

Pues bien, he aquí mi nota (solicitada por nadie, quizá leída por pocos, no lo sé) que no busca otra cosa que instar a los mexicanos a tomar, finalmente, el control remoto de sus vidas y elegir lo mejor, sintonizar con lo que hace crecer y no con todo aquello que se va directo a la barranca de la mediocridad y del formar parte de las masas. Hablamos de un México mejor ¿cierto?, pues comencemos por castigar lo absurdo omitiéndolo de nuestra atención y concentrémonos en lo que hace que un país como el nuestro pueda brillar: empresarios de primer nivel, productos de primer nivel, maravillosos deportistas, intelectuales que trascienden, artistas de genuino talento y gente que deja profunda huella y engrandece a nuestra patria. ¿ Por qué insistimos en opacar el brillo ? ¿acaso porque no podemos aceptar el triunfo ajeno? ¡tonterías!  El triunfo de mi compatriota es MI triunfo. ¿No ha quedado claro?

Un abrazo.

Mone 

viernes, 8 de julio de 2016

CLIENTE AL SERVICIO

Cuando era niña lo notaba, prácticamente, por doquier. Conforme fui creciendo quizá percibí una que otra ausencia, pero aún estaba ahí y era clara su preeminencia: en los aviones, en los bancos, en los restaurantes, en el supermercado, en el cine, en los hoteles, en la tintorería, en los centros comerciales, etc. Era algo tan habitual y a lo que nos acostumbramos todos, que cuando era escaso o nulo, nos dejaba sorprendidos y algo decepcionados.

Hoy, sin sensacionalismo pero sí con objetividad, afirmo que el sentido de todo aquello se ha movido hacia el otro extremo. Cuando lo experimentamos ocasionalmente, cuando nos reencontramos con él de manera fortuita, entonces lo aplaudimos, lo agradecemos y hasta compartimos con otros lo insólito del hallazgo. Lo llamamos (o por lo menos, lo sentimos) un “garbanzo de a libra” y buscamos la forma de volver al sitio o con aquella persona, para revivir la grata experiencia … la experiencia del genuino, humano e irremplazable SERVICIO AL CLIENTE. No aludo al servicio automatizado, tecnológico y “eficiente” que los nuevos sistemas brindan (o procuran hacerlo), ni a la velocidad de respuesta para cambiar un cheque en un banco, hacer un checkout automático en un hotel o registrarnos por cuenta propia para ingresar al avión a través de una maquinita que escanea nuestro pasaporte. Todo ello se acepta y no compite ni suple a lo que tanto añoramos, pues la mano humana continúa interviniendo en algún momento dentro de la cadena de servicios. Es ahí donde, por más que intento en la pesquisa, ya no encuentro, como algo inherente a cualquier oficio relacionado con el contacto personal, un ligerito, natural y sonriente “buenos días”, un cálido “bienvenidos”, un reconfortante “¿cómo le puedo ayudar?” o un justo y gratificante “permítame buscar alguna opción que le siga favoreciendo”. 





Hoy es fácil que algún mesero olvide la cortesía con que nos guió a la mesa y modifique radicalmente el semblante si no elegimos el vino que sugirió o la entrada que pujantemente instigó a que probáramos. Observo cómo la señorita del avión trae con cierto enfado un vaso con agua a medio vuelo - solicitado con gentileza, desde luego-  o dibuja un gesto adusto si pedimos, guiñando un ojo, otra diminuta bolsa de cacahuates para evitar que el ruido de las tripas despierte al vecino de asiento. ¿ Es mi imaginación, o estamos llegando al punto en que nos mortifica pedir lo que antes se nos ofrecía por añadidura sin siquiera levantar la mano ? ¿ Acaso es nuevo menester del cliente, practicar su mejor postura para pertenecer al selecto club de aprobación de quien atiende, vende o contesta la llamada telefónica después de siete diferentes opciones digitales ?. Si es así, no lo sabía. 
No sé si exagero, pero me parece que hoy ya no es Juan Antonio Morales quien atiende nuestra llamada, sino, sencillamente, Juan, así, sin más, sin apellido ni compromiso, sin posibilidad de queja o sugerencia, por mucho que “ la llamada sea grabada para fines de calidad en el servicio ” y que al mismo Juan, si le ha venido en gana (porque le hacemos saber que reprobamos su actitud), pueda en segundos, dejarnos sumidos en el silencio del auricular, simple y llanamente porque Juan Juan decidió colgar.

Redimir puntos, kilómetros de vuelo o solicitar la aplicación de algún cupón de merecido descuento, por ejemplo, puede ser lo más cercano -por la actitud de quienes fungen como meros intermediarios del proceso en cuestión- a la sensación de mendigar por la calle, semidesnudos y desamparados. 

Que yo sepa, continuamos pagando, de una u otra forma, por nuestros servicios y productos. Que yo comprenda, de ese pago derivan los salarios de quienes nos los proporcionan. Que yo recuerde, el concepto SERVICIO AL CLIENTE no estaba condicionado a nada ni a nadie … era un “MUST” y punto. Hoy concluyo que aquellas tres palabras no se han esfumado sino que han modificado su orden y conforman una nueva sintaxis, convirtiéndose en CLIENTE AL SERVICIO, porque parece que debemos ganarnos lo que pedimos y nos corresponde, lo que adquirimos o deseamos obtener. Esto, claro, si permanecemos calladitos, si acatamos y nos apegamos a los deseos de quienes proveen y si aguardamos cuanto debamos aguardar, sin chistar siquiera. 
Extraño la cortesía adherida a la profesión u oficio tanto como extraño, por añadidura, la forma en el pedir -que también se ha transformado, no sé si por efecto, no sé si por causa- porque en ello no hay moda. 
Espero, como millones, que todo regrese un día a su orden natural… o lógico.

SERVICIO AL CLIENTE no es un departamento (o lo fue ); es y será por siempre, una actitud. La que todos merecemos. 

Abrazos con paciencia.
Mone




jueves, 18 de febrero de 2016

Dejando a PIPE

Siempre pensé que se trataba de un tigrillo, pues poco o nada reparé en el estampado del material con el que está hecho. Lo compré en un supermercado cerca del hotel en que esa noche permanecimos, porque ninguno de los dos recordamos empacar al oso con que Imanol dormía desde que tenía dos meses de nacido. Lo elegí sencillamente por su carita dulce, seguramente por el precio y además, porque guiñe un ojo y asoma un pedacito de lengua. Me cayó bien y parecía el menos corriente de las escasas opciones de animalitos de peluche del estante. Le pusimos PIPE, no sé por qué razón. Desde el primer abrazo se volvió el inseparable compañero de mi hijo, entonces de 7 meses. Pipe aquí, Pipe allá. Pipe al auto, Pipe al avión, Pipe al colegio. 


Con el pasar del tiempo y con una apariencia cada vez más ajada por obvias razones de uso, Pipe fue desempeñando más y más roles en la vida de Imanol, quien por cierto, es hijo único. Ya no solo era el insustituible remedio para el sueño de las noches, el consuelo de los llantos, el mitigador del miedo; se trataba ahora del autor de los lentes perdidos de papá o del olvidadizo que había dejado un juguete bajo el árbol de algún parque, del causante del vaso roto y del creador único de todas las travesuras. Siempre había un Pipe al cual culpar y por el cual justificar ciertas acciones.

Su rescate en innumerables sitios se volvió un deporte. Volver al lugar -a veces el mismo día o a veces a la mañana siguiente- en que Pipe había sido dejado, lavar y propiciar el reencuentro con el leopardo raído, mordisqueado por mi perro, mal cosido por mí,  babeado por Imanol y percudido por tantas visitas a la lavadora, era ritual que parecía no molestarnos, pues tenía un final siempre esperado y feliz. 




Notamos que desde hace unos meses, Pipe comenzaba a quedar un tanto rezagado: su presencia era menos demandada  y la pronunciación de su nombre comenzó a disminuir notablemente. 
Hace 9 días, Pipe sufrió una vez más de inadvertencia momentánea, quedando a su suerte en un restaurante de mucho movimiento y poca luz. Llamamos por la noche (apenas al darnos cuenta) al lugar, pero Pipe no apareció. 
La pena, en verdad, hizo más mella en mí que en nadie más. Imanol se mostró afligido con la noticia, pero a los 92 segundos tomó su tren y comenzó a jugar con él.
Unas horas después de lo ocurrido y al carecer de chivo expiatorio, a mi hijo no le quedó más remedio que asumir su travesura o descuido (normal y hasta gracioso, aunque no se lo digamos) y desde luego, comenzó a dormir y a prender la luz del baño solo, ahora sin Pipe en sus brazos.

La historia aislada es quizá poco o nada trascendente, pero he pensado mucho en el PIPE versión adulta, que todos cargamos, de una u otra forma, a manera de justificante, de ese "algo" ajeno a nosotros en el que recae por qué no hacemos las cosas, por qué las hacemos mal o por qué nos paralizamos y tenemos miedo. 

ASUMIR: vaya verbo! Se requiere valor, humildad, fuerza y sensatez para ponerlo en práctica, pero si hacemos conciencia verdadera y reparamos en el momento en que estamos desviando responsabilidad, veremos que traemos un Pipe en las manos. Soltemos enseguida, con cariño pero conscientes de ello. Notemos el uso de un ente ajeno al que utilizamos como refugio - por cierto de cosas grandiosas, paradójicamente-  para protegernos, no sé de qué.

Cuando un gran proyecto llegue a tu vida y sepas que es maravilloso, detente un segundo antes de temer (verbo que aborda si lo dejamos entrar, bloqueando nuestros sueños) … suelta a “ tu Pipe “ y deja de decir “ es que yo no sabría hacerlo solo". Cuando alguien te diga NO ante una pregunta cuya respuesta imaginabas afirmativa, no te desmorones por ello y culpes a esa negativa. Mejor agradécela por todos los SÍ que enseguida llegarán. Convierte a ese Pipe, en algo a tu favor.  Pipe debe reforzarte, pero como algo AJENO a ti. Haz lo propio, asume, siéntete capaz de alcanzar las estrellas si lo deseas. 

Imitando a Pipe

Nuestro bello y traqueteado leopardo de aguante profundo y uso “ todo terreno” fue maravilloso, quiero aclararlo … y lo es aún, porque debo agregar a esta historia que a la noche siguiente me di a la tarea de ir a aquel restaurante en su búsqueda y el desenlace es muy bueno, pues fue encontrado bajo una mesa. Lavado y vuelto a coser, regresó Pipe a Imanol (varios días después) quien se puso inmensamente feliz -lloró él y lloré yo- pero a quien ya no culpa, de quien no está asido para justificar algo o al que no necesita más para hacer lo que tiene que hacer en aras de salir avante. 

Pipe le acompaña y es un maravilloso copiloto de vida, pero ya no es depósito de culpas ni sustento de temores infundados. El volante lo tiene mi hijo en sus manos, desde luego guiado siempre por sus padres, con la ayuda de Dios.

Agarra, fuertemente, el manubrio de tu vida y aunque lo oigas o leas muchas veces, es verdad: toma el control de ella. Es TUYA y de nadie más, se va en un respiro y es momento de vivirla, ASUMIENDO y siendo siempre -eso sí-  inmensamente feliz ( o intentándolo sin descansar).

Mi abrazo,


Mone