viernes, 15 de marzo de 2019

TÚ, con nombre o sin él

Los recuerdos de infancia, creo yo, suelen parecerse a imágenes extraídas de un cortometraje en cámara rápida que permanecen en nosotros y traen contenidas, seguramente, altas dosis de imaginación creada a conveniencia nuestra, acaso inconsciente, que plasman una realidad aparente pero aceptada como absoluta y que amamos porque nos remiten a sensaciones, emociones y hasta olores de los que no deseamos desprendernos jamás. 


Con borrosidad en los momentos exactos pero certeza en los efectos perdurables, recuerdo que hablaba contigo desde muy niña, claro está, a la usanza de un crío con poco vocabulario pero con total certeza. Te pedía con fervor, por pueril que fuera mi solicitud, con la permuta de algún supuesto sacrificio mío para que, aquello que anhelaba, me fuera concedido.

Como tu divinidad es ubicua y todos necesitamos -cuando de hablar se trata- dirigirnos a algo o a alguien, yo, por crianza, uso y costumbre lo hacía a una cruz pequeña que colgaba en algún sitio visible de la que fue mi habitación por muchos años. Si no me encontraba en casa entonces miraba al cielo y aún, creo, lo hago (sí, todo un cliché pero así te situamos muchos) o bien, me dirigía a la representación de lo que he concebido como tu imagen en el seno católico en que nací, en una iglesia, en una casa ajena o hasta en el coche de mis padres (no fallaba algún listón pequeño o un rosario diminuto que gravitaba en el espejo retrovisor). 




Recuerdo, con sonrisa inherente, que cuando chica portaba alguna medalla -símbolo de ti- que sentía cercana al corazón (quizá porque colgaba bastante de su cadena) a la que me asía fuertemente con cualquiera de mis manos cuando el miedo, por la razón que fuere, usurpaba mi paz. Este último ritual personal cesó no hace mucho o quizá, sin darme cuenta, pervive y se presenta ocasionalmente. 

Actualmente y desde hace casi dos años circunda en mi muñeca derecha un escapulario cuya sujeción ha sido asombrosa. Lo recibí después de que mi papá muriera y fue dádiva de una entrañable amiga.Tras casi dos años de estar sometido a todo: agua, viento, tierra, movimientos bruscos y demás, sigue ahí como aliado de mi piel, incólume. Me gusta cómo luce, no por moda, sino creo que porque me brinda una especie de vínculo constante contigo, acaso disculpando esos silencios que a veces aumentan por distracciones vacuas y que contrastan con aquellas charlas de larga duración que de más joven sostenía contigo. Yo te amo  sin poderlo describir y lo sabes … y me dejas ver cómo lo sabes. 

Hace un par de semanas una cruz de plata pesada que pendía de mi cuello, golpeteaba, fuertemente, parte de mi pectoral mientras hacía ejercicio. Me di cuenta entonces de que esa incomodidad era recurrente y que, además, lastimaba mi piel. Retiré la cruz y la guardé en su caja con cierto desazón y, la verdad, hasta vergüenza. Me cuestioné muchas cosas, en un estado de inquietud: ¿te alejo de mí? ¿te estoy traicionando? ¿qué pasa conmigo?

Días después leí, porque me fue enviado, el artículo (bien redactado, por cierto) de una plataforma católica en internet a la que solía acudir para ciertas consultas, en el que se criticaba, acremente, lo que planteo como contenidos en uno de los tantos regalos que me has dado (sí, porque, no tengo duda, tú allanaste el camino para posibilitar mi anhelo): un programa de radio cultural aquí, en Madrid. Sin detallar mucho -no se trata de ello- se me acusó de difundir esoterismo y pseudociencias, así como de dar cabida a las sectas para seguir cultivando sus intenciones (esto último, son palabras mías): Kabbalah, flores de Bach, yoga, Budismo y demás. 



Después de leer -atónita y con dificultad de salivación- aquellas palabras recordé la cruz de la que me despojé y la tribulación momentánea que ello me produjo y al fin, parece que al fin, entendí algo: tú no quieres que mis ojos salgan a tu encuentro orientados a una imagen nada más y, mucho menos, que asocie con dolor o incomodidad (por el golpeteo constante), con remordimiento o con parcialidad algo tan GRANDE e indescriptible como tu amor para todo y todos. 





Me has hecho curiosa, como mi madre, me has hecho locuaz, como mi padre (QEPD) y por ello indago, pregunto, me cuestiono, hablo con cuantos puedo y de quienes quiero, de forma inevitable, conocer más. Creo que voy comprendiendo, quizá tarde, pero al fin en esta vida, que tú quieres aligerar mi paso y sosegar mis preguntas agobiantes mostrando tu magnificencia en TODO lo bello (y más allá) que existe y no sólo en la estampa del santo, en la iglesia que me bautizó o en la cruz de mi pared (iconos que estarán siempre conmigo); tú no te molestas -ni sabes qué es eso, tan terrenal y humano- si no acudo, exclusivamente, a la oración que por dogma conozco para beber de ti. Hoy lo discierno: tu divinidad está también ahí, en aquello que no conocía, acaso porque me tocó nacer en otro ámbito,  pero en el que te haces presente, con nombres y formas distintas, con ritos y costumbres variadas. Ahí estás y yo te veo y te siento sin filtros: en la filosofía del budista, en la devoción de mis hermanos judíos, en la paz del maestro que, con simpleza, me invita a reparar en la maravilla del cuerpo -tu creación- a través del yoga, en la ternura de aquella mujer musulmana que conocí en un viaje y quien me guió de vuelta a mi hotel, en el calor del perro que yace sobre mi pierna izquierda mientras escribo estas palabras, en los abrazos de mis amigos argentinos quienes se declaran ateos (por crianza) pero cuyo amor a los demás no puede más que delatarte, en los maravillosos jóvenes cristianos que han orado por mi salud cuando lo necesitaba, con palabras que no sabría repetir, en el taoísmo del que poco pero con alegría y admiración he aprendido a través de una nueva amiga, en las terapias inocuas que encuentro a mi paso siempre en pos de la sanidad y sin daño alguno al cuerpo, colmadas de amor por sus investigadores, sus creadores y sus fieles terapeutas; en las obras maestras inundadas de belleza y por tanto, llenas de ti, de quienes fueron juzgados de impuros en tiempos del oscurantismo, en la poesía pasada y actual, en los ojos del niño bosquimano que no fue bautizado, en los textos de los Vedas, en las flores del Dr. Bach, en las manitas ásperas de mi hijo apretando con fervor su piedra de la suerte y en todos los sitios (físicos y metafísicos) del universo en los que prima el amor. 



No pongo más títulos, no pego más etiquetas, no pienso en más teorías, no te hago pequeño, no te hago parcial. Tú no quieres eso, por lo menos algo sé. Descanso al interpretar, en mi limitada visión, tu mensaje. Yo no circunscribo en dónde estás y en dónde no, como si fueras divisible y absolutista, como si fueras humano. 





Sentí en carne propia, por aquel exiguo evento que enjuiciaba mi programa, lo que es ser juzgado sin derecho a nada, como lo han sido quienes te ven en donde no te habíamos detectado los cortos de vista. Hoy, en calma, agradezco al autor de aquella nota (quien sin duda es hombre bueno y no pretende dañar, estoy segura) por ser el canal para deshacer, en la medida de lo posible, cualquier ceguera mía. Me sostengo de ti, que nos amas con nuestras debilidades, para nunca más pretender siquiera, señalar con el meñique a quienes no tienen las mismas creencias con las que yo fui criada en mi microcosmos, y que te adoran, con las suyas, sin más. 

No titubeo ni dudo de la religión que tengo desde que nací, la que amo y respeto a cabalidad, pero de la que aprendo y comprendo nuestra imperfección. No somos tú. Estás en el ave y en la flor, en el agua y en el sol, en la mezquita, en la capilla, en la sinagoga, en el monte, en el OM y en los animales. Te damos mil formas y te ponemos nombres, colores, ritos, te honramos de distintas maneras. Todas las aceptas y en todas estás y te manifiestas. Nos amas como somos …  porque el hombre es hombre y te ha buscado en todos lados, a su manera, sin saber a veces, que te está buscando siquiera. 

Yo te amo y te llamo DIOS. Los demás, no lo sé, pero -no tengo duda- están haciendo lo propio y les reconoces. 

Gracias, muchas gracias. 

Mone.