viernes, 17 de julio de 2020

Vuelve. Utilízame. Despierta.



Hola amado mío, soy yo, nuevamente: la que solía ser, según recuerdo, tu más preciado tesoro. De los seis, fui tu sentido más provechoso. Quiero hablarte, anhelo comunicarme contigo a toda hora, pero no me escuchas. No pareces reparar, últimamente, en mi existencia. Es como si un interruptor hubiera apagado nuestra conexión divina. Yo estoy aquí -por cierto, aún vigorosa- empeñada en restablecer ese vínculo que debía existir de forma natural entre nosotros y que hoy sería, indudablemente, un hito entre lo que crees (o crees que crees) y la realidad: dos opuestos que has creado porque no me dejas encender en ti aquel vívido espíritu en el que objetabas, dudabas, investigabas antes de dar por aceptado todo. 

Amado mío: por ti existo y por ti me extingo, por ti me revelo o por ti me oculto.
Niñez y juventud fueron mis huertos de dicha y cultivo en los que la semilla de la curiosidad te hicieron un ser de nula conformidad y vasto cuestionamiento. Solías, como un ejercicio con el que rubricabas tu bendita y genuina individualidad, confrontar cualquier hipótesis e, inclusive, teoría científica, hasta llegar a lo que podías aprobar como verdad: maravilla que hoy parece estar en grave peligro de extinción. 

Éramos, tú y yo, aliados insaciables. Citabas mi existencia con nombres distintos y yo sabía entonces que, como instrumento de Dios para tu buen cauce, cumplía con tan afanosa empresa a cabalidad:  “algo me dice que… ” ,proferías, mientras yo potenciaba mi virtud para seguir, honrosamente, siendo tu fiel escudera. Ha sido un orgullo llamarme ese algo que te frenó tantas veces ante riesgos innecesarios, que desveló verdades ante tus ojos que otros no veían, que te condujo a resoluciones ideales, que te alejó de los indeseables y te colocó donde los justos y generosos, que te encauzó por las vías de la cordura y el discernimiento. 







Nunca fuiste pasivo, mezquino ni mediocre ante una noticia masiva de repetición múltiple que en breve se convertiría en una posverdad. Fuiste un crítico escrupuloso de ésta y proclamabas a quien fuere, erguido y sin titubeos: “cuidado con las deliberadas distorsiones de la realidad, en donde se manipulan creencias y emociones para influir en la opinión pública y en las actitudes sociales. Despertad, por favor, despertad.”

Te recuerdo así y por tanto no dejo de aclamar a gritos que vuelvas, con tu grandilocuente fervor por vivir, no por subsistir. Has ido cayendo, amado mío, en las fauces del consumismo mediático que tiene un solo jefe y que, de estar en consonancia conmigo, ya hubieras desenmarañado para, por lo menos, apreciar a la contraparte, en la que valientes y curiosos, inconformes y despiertos amantes de la vida y la libertad (como lo eras tú) presentan día a día otras alternativas, otra cara: la de la luz, la de la libertad y la antítesis del miedo, la del famoso y muy citado despertar de conciencias. Estás siempre invitado y no acudes al llamado. Sabes que las piezas no embonan pero no haces algo al respecto. Desbloquéame y actuemos. 

Estás leyendo solo los titulares y no indagas más por apatía y desgano, porque pensar demanda esfuerzo y no hacerlo, pasividad. No me permites actuar en ti. Acatas, subyugado y conforme, toda ordenanza que, en una revuelta de sinrazones, recibes a través de lo primero -y único- que reciben tus sentidos básicos, dejándome a mí, fuera de funcionamiento. Portas una inútil escayola de yeso y MIEDO que te mantienen inmóvil y sumiso. 
Te desconozco y quiero traerte de vuelta. 
Haces falta para unirte a las filas de Dios y que juntos neutralicemos, de una vez por todas, esta fabricada ola de pánico que a tus espaldas y en la penumbra se ha producido, pues la docilidad no es inteligencia, no te equivoques. Agrandemos juntos el ejército de amor, de paz y de luz (esa que orienta a los perdidos) que se está fraguando para contrarrestar los embates de este masivo vendaje de ojos. Es indispensable que dejes de observar solo tu móvil, que apagues la TV, que silencies tu interior y que nuevamente me escuches. Tanto ruido, tantos embustes, tantos titulares llenos de posverdad y tanto destructor te quieren alejar de lo inexorable: que seamos uno en DIOS. Recuerda que yo soy un sentido especial: traduzco y dirijo conforme leyes divinas. Cuando me valides nuevamente te conduciré, dichosa, a fundirte en el amor con tu conciencia, que te espera ávida de expansión. 

Vuelve. Úsame. Despierta. 
Aquí estoy. 

Atentamente, 

Tu intuición.

sábado, 21 de marzo de 2020

TODOS BIEN, MUCHAS GRACIAS



Por razones obvias perdí la cuenta de mensajes -tanto recibidos, directamente, como leídos a través de los consabidos medios de comunicación social que hoy utilizamos mucho más que un “te quiero” verbalizado al prójimo- en relación al concepto más citado a nivel mundial en las últimas semanas (para qué mencionarlo si lo traemos como impreso en la piel) y que nos tiene a todos encerrados, “a piedra y lodo", en casa. 

Si bien existe, hoy por hoy, un sinnúmero de contenidos -escritos o hablados de forma estupenda por sus autores- profundos, reflexivos, positivos y esperanzadores, también es cierto que la recurrencia al uso de palabras como “desgracia”, “tragedia”, “pena”, “muerte” ,“horror”, “pesadilla”, “enfermedad", "riesgo", etc, es, por demás, evidente. Yo, perdónenme todos de antemano pues esto no alude a lo que sucede universalmente -que no tiene parangón- creo, al igual que muchos, que en todo esto hay más luz que oscuridad.



Cuando nuestros amados familiares y amigos preguntan, siempre con cariño pero, igualmente, con pena y preocupación si en casa estamos todos bien, he de responder con la verdad y nada más que con ella: estamos muy bien. No sé, incluso, si mejor que antes (tranquilos, no es por la pandemia, ni me mofo de ella. Ya lo explico enseguida).

Sí, claro, es que son afortunados, dirán algunos, porque estamos en un espacio un tanto amplio, en el campo (logramos salir de Madrid), con nulo hacinamiento, etc. Por supuesto que parte de ello nos hace estar así, gracias a Dios. Pero, queridos míos, juro que es más que por eso: estamos MUY BIEN porque pareciera de pronto como si los objetos que nos rodean, nuestras partes del cuerpo, la comida, el clima, el pájaro de la mañana, el roce del hombro con uno de los nuestros, un beso en la mejilla de mi hijo, el ladrar de mi perro, un cuaderno limpio (que no tenemos en esta casa y hoy sería oro molido) y, ante todo,  el inevitable y maravilloso silencio (ese que se produce de manera natural ante calles desiertas y nula actividad) se manifestaran para decir, uno a uno, “soy un regalo divino. Al fin me reconoces."  

Es así, amigos, familia: daba por sentado todo  (es natural, pensarán, pues todos lo hacemos) y no atendía a lo pequeño, que hoy, claro, se ha vuelto muy grande. Han cambiado las dimensiones de valor en mi percepción ¡¡Sorpresa!! 

Vaya paradoja: hoy mis piernas (que no pueden andar por las calles libremente), la sopa caliente que mi madre prepara (que no es la del restaurante), mi perro,  exento de portar virus alguno, la música -relajante- que escuchamos, la sobremesa prolongada en la que al fin no hay reloj, el olor de la tierra fresca cuando paseamos por la noche sin ser vistos en el pueblo, la luna y sus formas distintas, la textura de una tela, el agua corriente, la campanada de la iglesia y hasta la labor de los profesores en el colegio (rol que hoy adoptamos parcialmente) eran objeto puro de la cotidianidad sin mayor reparo en su grandeza. Hoy, claro, todo ello se ha convertido en una maravilla.  




Sí, podría seguir sin parar: desde el jabón en mis manos hasta las tareas de casa, desde el mantel con migas hasta la telaraña que se teje en una esquina del patio, desde el “buenos días” hasta el “a dormir” que resuenan por estas paredes cada día son, sin lugar a dudas, un homenaje de gratitud a Dios, con quien rapidito “pasaba lista” , agradeciendo al comer u orando, brevemente, al cerrar mis ojos. 

Así que… ¿cómo estamos? MUY BIEN. Ahora mejor que nunca porque, además de gozar de salud, tenemos tiempo para observar, oler, tocar, degustar, escuchar y escucharnos, y, por tanto, para brindar valor a aquello que lo había tenido siempre pero que solíamos subestimar.

¿Mi nueva oración, además de sanidad para el mundo entero? Permíteme Señor nunca más omitir, ignorar o pasar por alto todo esto en lo que hoy reparo, que nos das cada día y cuyo valor es inestimable. 

Hinco rodilla. AGRADEZCO.

Estamos bien, muy bien… muchas gracias.

Mi abrazo amoroso para la familia y amigos.

Mone

miércoles, 1 de enero de 2020

No es el mundo, soy yo.


Señor mío:

Como es propio en esta época del año cuyos días llegan a su colofón, hoy comencé a escribir, para ti y sin parar, una especie de “carta de deseos” que suelo utilizar como prefacio a las 12 uvas que de tradición comemos en sintonía con las últimas doce campanadas del año que se va. Desde la confortable y mezquina butaca del que se cree merecedor, te escribía aquel pliego petitorio de innumerables instancias, todas ellas diseñadas a mi provecho y comodidad, con dispensa absoluta del más ínfimo esfuerzo mío. De forma vertiginosa tecleaban mis dedos, uno junto al otro, un listado de disparates, todos anodinos, huecos, egoístas. Te escribía, Dios, inconsecuencias al por mayor, bajo la embaucadora premisa de añorar un mundo mejor. Qué risa me doy.  




Una repentina picazón en mi antebrazo derecho detuvo mi ejercicio escritor. Me rasqué con fuerza y mis ojos desviaron su atención a un libro de proverbios, adagios y refranes de la editorial Bruguera que, con cierto fin, se ubicaba a mi lado en la mesa sobre la que suelo trabajar. Dos bofetadas llenas de alegoría y metáfora recibí tras leer, siguiendo a mis dedos curiosos que abrieron aquel tomo al azar, algo breve y certero, duro y directo:  “Todos quieren cambiar el mundo, pero nadie piensa en cambiarse a sí mismo. Leon Tolstoi.” 
Mis gafas -aquellas que poco uso y mucho necesito- se empañaron de estupor. Mis mejillas, de bochorno. Regresé la mirada al escrito que te hacía, Señor. Lo he borrado todo. 

Cuando creamos deseos fútiles -disfrazados de recatado bienestar- como que mi cuerpo adelgace, que el político no corrompa, que mi jefe sea justo, que el hombre ideal llegue a mi vida, que mi negocio funcione, que mis padres no me riñan, que mis hijos me respeten, que mi familia sea más unida, que mis alumnos no griten, que mis amigos me procuren, que lleguen las personas correctas a mi vida, que el vecino sea amable, que me paguen quienes me deben, que mi comunidad sea civilizada, que mi marido sea más comprensivo, que cambien al presidente de mi país, que se vaya la malhumorada de la recepción, que 2020 venga buenísimo, etc, estamos, sin darnos cuenta, incapacitándonos como actores de la vida, por completo. Nos hacemos nulos ante la voluntad y el buen esfuerzo, desaparecemos del mapa de la acción y la responsabilidad (benditos regalos que no apreciamos) y nos convertimos en meros entes que deambulan y piden cambios, pero que se desacreditan como parte sustancial de ellos. 





Yo, con certeza, no quiero más de eso. Quiero cambiar la semántica de mis deseos en forma y en fondo: quiero darme cuenta. Eso quiero. Anhelo que en esta preciosa vida y en plenas facultades de salud y discernimiento, con mis sentidos trabajando en perfección (gracias Señor, por eso también) pueda reparar en aquello que debo transformar en mí, sin culpas o castigos pero sí consciente de que yo soy la resultante de aquellos afanes: soy el juez y el acusado pero soy, también, el deseo y el resultado, la petición y la respuesta. 

Gracias Señor por permitirme ver, acaso con la miopía que aún tengo, que no pediré “que venga un 2020 maravilloso”: pido ser mejor para hacer, de este año nuevo, un año excepcional. YO LO CREO, de tu mano. 

Te amo. 

Seré mejor. Punto.

Mone