miércoles, 1 de enero de 2020

No es el mundo, soy yo.


Señor mío:

Como es propio en esta época del año cuyos días llegan a su colofón, hoy comencé a escribir, para ti y sin parar, una especie de “carta de deseos” que suelo utilizar como prefacio a las 12 uvas que de tradición comemos en sintonía con las últimas doce campanadas del año que se va. Desde la confortable y mezquina butaca del que se cree merecedor, te escribía aquel pliego petitorio de innumerables instancias, todas ellas diseñadas a mi provecho y comodidad, con dispensa absoluta del más ínfimo esfuerzo mío. De forma vertiginosa tecleaban mis dedos, uno junto al otro, un listado de disparates, todos anodinos, huecos, egoístas. Te escribía, Dios, inconsecuencias al por mayor, bajo la embaucadora premisa de añorar un mundo mejor. Qué risa me doy.  




Una repentina picazón en mi antebrazo derecho detuvo mi ejercicio escritor. Me rasqué con fuerza y mis ojos desviaron su atención a un libro de proverbios, adagios y refranes de la editorial Bruguera que, con cierto fin, se ubicaba a mi lado en la mesa sobre la que suelo trabajar. Dos bofetadas llenas de alegoría y metáfora recibí tras leer, siguiendo a mis dedos curiosos que abrieron aquel tomo al azar, algo breve y certero, duro y directo:  “Todos quieren cambiar el mundo, pero nadie piensa en cambiarse a sí mismo. Leon Tolstoi.” 
Mis gafas -aquellas que poco uso y mucho necesito- se empañaron de estupor. Mis mejillas, de bochorno. Regresé la mirada al escrito que te hacía, Señor. Lo he borrado todo. 

Cuando creamos deseos fútiles -disfrazados de recatado bienestar- como que mi cuerpo adelgace, que el político no corrompa, que mi jefe sea justo, que el hombre ideal llegue a mi vida, que mi negocio funcione, que mis padres no me riñan, que mis hijos me respeten, que mi familia sea más unida, que mis alumnos no griten, que mis amigos me procuren, que lleguen las personas correctas a mi vida, que el vecino sea amable, que me paguen quienes me deben, que mi comunidad sea civilizada, que mi marido sea más comprensivo, que cambien al presidente de mi país, que se vaya la malhumorada de la recepción, que 2020 venga buenísimo, etc, estamos, sin darnos cuenta, incapacitándonos como actores de la vida, por completo. Nos hacemos nulos ante la voluntad y el buen esfuerzo, desaparecemos del mapa de la acción y la responsabilidad (benditos regalos que no apreciamos) y nos convertimos en meros entes que deambulan y piden cambios, pero que se desacreditan como parte sustancial de ellos. 





Yo, con certeza, no quiero más de eso. Quiero cambiar la semántica de mis deseos en forma y en fondo: quiero darme cuenta. Eso quiero. Anhelo que en esta preciosa vida y en plenas facultades de salud y discernimiento, con mis sentidos trabajando en perfección (gracias Señor, por eso también) pueda reparar en aquello que debo transformar en mí, sin culpas o castigos pero sí consciente de que yo soy la resultante de aquellos afanes: soy el juez y el acusado pero soy, también, el deseo y el resultado, la petición y la respuesta. 

Gracias Señor por permitirme ver, acaso con la miopía que aún tengo, que no pediré “que venga un 2020 maravilloso”: pido ser mejor para hacer, de este año nuevo, un año excepcional. YO LO CREO, de tu mano. 

Te amo. 

Seré mejor. Punto.

Mone