jueves, 28 de octubre de 2021

La monótona jornada de un carente

María Corcoles es de Albacete, vive en Albacete y nunca ha salido de Albacete. Es la quinta de nueve hermanos. Tiene, además, cinco medios hermanos.

Acaba de cumplir cincuenta y tres años de edad y el mes pasado, diecinueve de trabajar como cajera en el mismo supermercado. No tiene hijos. Vive con su pareja -Álvaro Cebrian- y es ella quien mantiene los gastos de la casa. Gana novecientos ochenta euros al mes.

Álvaro, un mandria incapaz de sacar la basura, espera cada noche la llegada de María para la subsecuente cena que ella ha de preparar mientras él mira, petrificado y lleno de migas sobre su abultado vientre, el televisor.

Refresco de cola, patatas fritas, bollos de cacao y unos crujientes torreznos rebosan la mesita rota del salón, como preludio del esperado ágape.

María es más bien retraída, arisca y pocas veces examina, siquiera de reojo, a los clientes. Eso sí: avisora su reloj cada diez minutos, y muchas veces pliega los labios en señal de disgusto por las horas que aún quedan para culminar su faena.

Hoy, María, tan remisa y gris, ha destacado por primera vez de entre una multitud: con voz estridente reprendió a una mujer de pelo blanco y facciones finas -cuando mucho sexagenaria- a quien observó tirar con sus dedos, suavemente, de la mascarilla desechable para crear un ínfimo espacio entre su nariz y aquel pañal facial, dando paso a un poco del aire que solía ser nuestro por derecho natural.

¡Ea, tú… la mascarilla. No te la quites, que nos pones en riesgo!

La mujer se sorprendió mientras buscaba en su derredor al destinatario de aquella insolente reprimenda. Al percatarse de que se trataba de la misántropa María extrajo, molesta, un papel del bolso mientras se encaminaba a ella. No alcanzó a llegar a ella, pues el guardia de la puerta, pusilánime y enclenque, cerró su paso, almidonado, orondo, satisfecho al fin de su valía como centinela del viejo comercio. Le ordenó obedecer -sin saber qué- y la mujer, desazonada, le apartó con la mano decidida a llegar, finalmente, a María. Con volumen tenue pero firme, se dirigió a ella: escuche usted, señora, aunque nunca me quité la mascarilla, sepa que soy asmática y tengo permiso de no utilizarla.

María alzó más la voz, encaramada por una estúpida y confundida intrepidez nunca antes experimentada, y exigió, segura de que todos atendieran, precauciones extremas a la mujer quien, incrédula, parpadeaba con dificultad.

Fue su tarde, su momento glorioso: era ella el adalid de la salud y la justicia de aquella sociedad, comprendida por hombres y mujeres a quienes nunca antes se dirigió para decir siquiera, tenga usted un buen día. Varios de ellos, por cierto, aplaudieron con cierta timidez, timoratos hasta para eso pero  gozosos de la arenga de María.

La mujer decidió abandonar aquella inconcebible atmósfera de alienación pero, repentinamente, cambió de parecer. Giró y regresó, discreta, al lugar de María, quien ya estaba de espaldas, corcovada como siempre  y por cierto, henchida de orgullo.

Dios la perdone, mujer, pues debe usted tener una vida muy triste.

La señora cruzó la salida de aquel sitio, tranquila, con la vista puesta en las llaves de su automóvil.

El inconfundible rictus de María Corcoles volvió a su estado habitual. Miró el reloj, frunció los labios y, acto seguido, pasó una bolsa de tampones por la caja registradora.








No hay comentarios:

Publicar un comentario